Una historia crítica de la taxonomía del género Agave

El maguey o Agave es un género de plantas bien distinguido en las tierras de Anáhuac, y ahora en muchos lugares del mundo gracias al mezcal. Desde tiempos prehistóricos la gente le ha utilizado para diferentes fines. Esto ha dado lugar a que esta planta sea reconocida y, por tanto, categorizada por diferentes grupos sociales. Sin lugar a duda, una característica que atraviesa a la humanidad es el hecho de clasificar. Los antropólogos Berlin, Breedlove y Raven han escrito: “Seguramente una de las mayores contribuciones de la etnografía a la teoría de las ciencias sociales ha sido la revelación sistemática de la humanidad como el animal clasificador” (1973:214). Actualmente el sistema de clasificación que se sobrepone a todos los otros es la nomenclatura binomial de la botánica occidental basada en la relación filogenética y morfológica. En este artículo haré una revisión crítica a la historia de la clasificación botánica que se le ha dado a esta planta.

Breve historia de la clasificación occidental

“Pensar es, en gran medida, categorizar” (Bourdin 2007). Es un proceso mental que consiste en ubicar en una misma categoría cosas que son diferentes, pero que tienen elementos en común. Es una manera esencial para abstraer las experiencias del mundo. Claro está que para las sociedades precolombinas los agaves ya estaban categorizados. La población de la que tenemos mayores registros es la náhuatl de quienes tenemos una rica historia oral, escrita, pictórica, arquitectónica y escultórica. Podemos ver que el maguey era una planta muy importante para su comunidad, por lo que estaba muy bien clasificada y descrita. Aunque el sistema de clasificación no era el mismo que vendrían a imponer los europeos.

 

Francisco Hernández, médico y botánico español, logró una descripción basada en la clasificación ya existente de las comunidades nahuas. Pudo generar la descripción de magueyes como nequámetl o maguey de miel; néxmetl, quámetl, hoitzitzílmetl, tapayáxmetl, acámetl, entre otros. Se observa que en náhuatl también existía una nomenclatura binomial, puesto que metl significa maguey y el término que acompaña es un descriptor de la especie particular. Hernández, entonces, describiría la planta en sus propios términos de la siguiente forma:

“Echa el metl raíz gruesa, corta y fibrosa, hojas como de áloe, pero mucho mayores y más gruesas, pues tienen a veces la longitud de un árbol mediano, con espinas a uno y otro lado y terminadas en una punta dura y aguda; tallo tres veces más grande, y en el extremo flores amarillas, oblongas, estrelladas en su parte superior, y más tarde semilla muy parecida a la de asfódelo. Innumerables casi son los usos de esta planta...”

El botánico Howard Scott Gentry advirtió que el nombre metl no siempre hacía referencia a la categoría botánica Agave, puesto que en ocasiones los nahuas clasificaban a plantas del género Bromeliaceae dentro del mismo grupo, puesto que superficialmente se asemejan al agave. Aunque algunos años antes Sir Joseph Dalton Hooker, director de Royal Botanical Gardens, Kew y buen amigo de Charles Darwin, reconoció que "de todas las plantas cultivadas, ninguna es más difícil de nombrar acertadamente que la especie Agave […] en parte por la imposibilidad de fijar su carácter con palabras."

Hooker, e incluso el mítico Darwin, fueron grandemente influenciados por un naturalista que estableció un cambio de paradigma para el estudio de la vida y la disciplina de la taxonomía que sigue siendo un referente para la biología actual, Carlos Linneo. Su perspicacia lo hizo desarrollar y difundir una nomenclatura binomial basada en la morfología de cada planta, lo que permitiría categorizarla en un nivel conceptual base y común para los observadores, conocido como género, y un nivel subordinado, pero más específico, al que se le llamaría especie. Este método ha sido la línea de partida de la categorización en la biología occidental hasta la fecha.

El mismo Linneo fue el primero en hacer una clasificación del género Agave en su reconocida publicación Species Plantarum en 1753. En esta incluyo cuatro diferentes especies de magueyes de las cuales solamente permanecerían tres, ya que un botánico posterior a su época recolocaría una de estas especies en el género Furcraea (Gentry 1982).

El descubrimiento de América para los europeos abrió diferentes rutas de comercio y nuevos gustos estéticos, las novedosas plantas del nuevo continente representaron un lujo para la horticultura de la época colonial. Diferentes horticultores se dedicaron a reproducir y cultivar especies de agave llegadas de América. Gracias a ellos la categorización occidental sistemática del agave comenzó a tomar forma. Algunos de los apellidos que leemos después de cada especie son de estos primeros grupos de viveristas como Otto, Salm Dych y el general von Jacobi. Y no fue hasta 1833 cuando Zuccarini por primera vez ocupó las flores para hacer una identificación más completa de los magueyes.

Todas estas descripciones fueron realizadas desde huertos europeos, del otro lado del Atlántico donde cada uno reproducía y documentaba sus propios magueyes. De esta forma, muy pocos botánicos pudieron indicar los lugares de orígenes de estas plantas. Ya para el siglo XX comenzaron a realizarse trabajos más metodológicos y de manera in situ en torno a los agaves como el estudio “Agaves of Mexico” de Trelease en 1920 y “Agaves of Guatemala” de Berger.

Ya para finales de siglo, el tratado magistral del botánico Howard Scott Gentry, logró documentar 136 especies en 20 géneros con 197 taxones diferenciados. Al igual que Hooker, Gentry reconocía la dificultad en la clasificación de los magueyes:

“muchas fronteras entre los grupos no son precisas, como también sucede con muchas especies porque la variación entre agaves es de forma gradual; una forma o característica cambia de uno a otro por cuestión de grados, una condición que también caracteriza variación en otros géneros de las Agavaceae. Al parecer, la familia ha estado evolucionando lentamente por millones de años.” (Gentry 1982)

Actualmente, sigue en proceso la clasificación del agave bajo los estándares de la ciencia moderna. Y siempre lo estará porque como dice el propio Gentry, las fronteras entre variedades nunca son “precisas”. Es importante reconocer que la biología, como cualquier ciencia natural, no es una ciencia exacta. De hecho, ninguna ciencia lo es (la matemática no es una ciencia).

La genética moderna y el concepto fugitivo de especie parecen complicar más que ayudar a resolver el problema de la clasificación. Por lo tanto, los géneros, las especies e incluso la familia del agave siguen recomponiéndose. En 2009 la botánica acordó reconstituir la familia Agavaceae en la subfamilia Agavioideae a las cuales el agave da el nombre, y adhirió esta categoría a la familia Aspargaceae, a la cual los espárragos dan el nombre. Hecho que pareció obvio a los españoles pretéritos que cuando recién llegaban a América al describir maguey mencionaron que era una planta que crecía similarmente al bulbo de una cebolla o de un espárrago.

Nota intermedia: Hasta aquí he elaborado una breve historia taxonómica del agave. Lectora y lector, puedes considerar quedarte con algunas anécdotas sobre la historia de la categorización del maguey o considerar seguir leyendo para comenzar un camino muy sinuoso, pero con los paisajes bellos y ricos por la filosofía y la antropología de la categorización de la coexistencia.

 

La importancia de las otras taxonomías y la reflexión sobre la hegemonía taxonómica

Durante mucho tiempo se han asumido categorizaciones, pero más recientemente han sido un objeto de estudio para lingüistas, filósofxs, antropólogxs, neurólogxs, psicólogxs y las ciencias computacionales. Algunas de estas preguntas son: ¿las categorías son constructos de la mente humana o están basadas en el mundo real? ¿Cuál es la estructura interna de estas categorías? ¿Cómo se aprenden estas categorías? ¿Son iguales para todo el mundo? ¿Cómo se relacionan las categorías y las entidades?

Wittgenstein escribió que “un lenguaje contiene toda una metafísica”. Esto quiere decir que, todo lo que compone a un lenguaje —su léxico, su gramática, su fonética, hasta sus gestos— conjuntan las creencias y percepciones de sus hablantes, puesto que la metafísica es el estudio filosófico de aquellos pensamientos o pasiones que nos llevan a otorgarle una esencia a las cosas. En antropología, a la metafísica de una comunidad humana se le conoce como cosmología que es el “conjunto más o menos coherente de representaciones sobre la forma, el contenido y la dinámica del universo: sus categorías espaciales y temporales, los tipos de entes que se encuentran, los principios y potencias que ejecutan su origen y su devenir […] la palabra cosmos designa también el orden del universo.” (Viveiros de Castro 1992: 179).

Comparemos dos términos homónimos para ejemplificar. Los nahua hablantes dicen ilhuicatl, “lugar de fiesta”, mientras que los hispanos parlantes dicen “firmamento” que quiere decir “algo que sujeta y da soporte”, por lo cual también decimos bóveda celeste. Ambos términos reflejan la relación que cada sociedad mantiene con el cielo estrellado que les estimula, pero su percepción de acuerdo con su forma de vivir el mundo es diferente. Lo mismo ocurre con las palabras que utilizamos para clasificar el resto de las cosas que nos rodean, contienen parte de las creencias y valores que le atribuimos a determinado elemento. Gracias a las categorías podemos reducir a una forma significativa el caos del mundo.

Las clasificaciones son metafóricas. Por eso se denominan a las cosas por cómo parecen, ya sea en la taxonomía científica, ya sea en las otras taxonomías. Tenemos el caso del Agave potatorum, que en latín significa el ‘maguey del bebedor’, seguramente por su asociación al proceso de producción de mezcal que registró Zuccherini o el Agave rhodacantha, maguey de espinas rojas. En náhuatl se tiene al papalómetl, maguey mariposa, o el teómetl, maguey divino, el maguey más común del que extraían el pulque.

Actualmente mucha gente cree, erróneamente, que ocupar la denominación común y local es menos válido que la esquela botánica. Tiene mayor prestigio pronunciar una nomenclatura binomial en latín que en náhuatl, binniza, teneek, o nuu savi que también tienen nomenclaturas binomiales. De hecho, únicamente tiene credibilidad en el contexto de la ciencia de la biología la etiqueta latina, lo cual produce una barrera epistemológica para conocer a profundidad al maguey en su contexto local.

Lo que pasa es que también, incorrectamente, se ha pensado que las nomenclaturas no científicas – no occidentales, no botánicas – son primitivas y por sí mismas deficientes. Se puede leer en “Agaves of Continental North America” lo siguiente:

Es, por supuesto, entendido que tales sistemas de nombramiento no sofisticados no son botánicamente precisos, pero siguen siendo útiles para las comunicaciones locales. (Gentry 1982)

De la misma forma, los propios sociólogos y etnólogos que comenzaban a fundamentar estudios metodológicos y con menores sesgos raciales y xenofóbicos tienen pasajes similares al anterior. Émile Durkheim y Marcel Mauss emiten esta hipótesis en un célebre ensayo:

“los <<primitivos>> tienen una visión precientífica del mundo natural, apegada a su sistema totémico, y su clasificación del mundo natural se hace cada vez más precisa al tiempo en que su estructura social se vuelve más compleja” (Beaucage 2009).

Sin embargo, a pesar de estos prejuicios, sus propuestas comenzaron a proponer el conocimiento serio de los pueblos no occidentales.

La escuela de la teoría crítica nos habla de que la historia no ocurre en un devenir lineal, por lo que no podemos considerar a los pueblos ni más primitivos ni precientíficos, más bien como el producto de un conocimiento paralelo a la ciencia que sigue siendo válido y útil en sus propios términos y paisajes. Como escribí en otro ensayo, bajo esta tradición de la historia es mucho más atrasado ver a otros pueblos como primitivos que carecer de la propia rueda.

De hecho, el propio Gentry, aunque con un sesgo internalizado, con la sensibilidad que dicen le caracterizaba, también dijo que no importaba el sistema de nomenclatura que utilizaran para el maguey los nahuas, difícilmente pudo ser más inepto que el que los botánicos habían empleado por los últimos cien años. Ninguna categorización es perfecta y menos en su propio tiempo. Incluso Linneo llegó a llamar al agave, aloe, dentro de su Species plantarum. Esto no quiere decir que su paradigma de categorización era incorrecto, más bien que necesitaba de precisiones que, efectivamente, con el transcurso de los años fueron llegando. Pero, en términos generales, su nomenclatura y forma de clasificación ha subsistido porque resulta una forma estratégica que favorece el conocimiento de la vida.

Hablar de Darwin como un personaje mítico no es una metáfora, en el sentido de que la fuerza de sus postulados resultó tan impactante y coherente para la incipiente sociedad científica del siglo XVIII que su teoría se ha vuelto una especie de dogma para el mundo. Un dogma con evidencias reales, pero que determina un orden del universo al que “atribuimos potencias que ejecutan su origen y devenir”, una cosmología. Es por este orden de importancia que las clasificaciones científicas apuntan hacia un orden filogenético y cromosómico relacionados a la morfología, aunque algunas de estas relaciones aún quedan sin resolver entre el género Agave, y sus otros géneros cercanos como Manfreda, Polianthes, Prochnyanthes porque son de origen relativamente reciente según muestra el biólogo molecular del Agave José Luis Eguiarte.

La categorización es una de las funciones más básicas de los seres vivos, pero cualquier categorización se hace en términos de rangos. El color rojo, por ejemplo, designa un rango de propiedades físicas y perceptuales del mundo real al que se le otorga una forma de nombrarle. Incluso el proceso evolutivo de las poblaciones descrito por Darwin solo lo podemos entender en términos de rangos. El filósofo Timothy Morton cita a al propio Darwin como el pensador más post-darwiniano de todos al escribir en el Origen de las Especies que en términos prácticos no existe diferencia entre una especie, una variedad y una monstruosidad.

El conocimiento es poder. Actualmente podemos percibir una agenda de clasificación de magueyes relacionada al control de ciertas poblaciones para su monetización. Incluso la propia agenda de las universidades se basa en una categorización colonial para estudiar territorios donde viven pueblos de diversas costumbres. El hecho de que los horticultores hayan hecho sus clasificaciones en sus huertos europeos no fue intrascendente. Ellos estaban formando categorías con las plantas fuera de su contexto social y ecológico, formando categorías de forma puramente racional.

Para muchas comunidades campesinas, ciertamente para las comunidades de Anáhuac, el hecho de conocer no podía disociarse de su experiencia sensorial. Por ejemplo, para los nahuas de la sierra norte se ha mostrado que no se puede distinguir entre la experiencia de conocer y el canal sensorial de donde provienen. El nombre de sus sentidos es así: “lo que se conoce por el oído”, “lo que se conoce por la boca”, “lo que se conoce por la nariz”, “lo que se conoce por los ojos”, “lo que se conoce por las manos”, sexto y último, “lo que se conoce por los pies”, es decir, reencontrarse con un camino familiar o recordar. De esta forma podemos entender que existe un sentir y pensar que se localiza en el cuerpo en relación con el paisaje exterior.

La botánica moderna, así como otras muchas ciencias, comenzaron como saberes desterritorializados, puramente cognitivos. Su categorización se hizo en función a la importancia del saber que Darwin dejó como legado, pero un saber fuera de un contexto ecológico. ¿Qué tal si la debacle ambiental se debe a que no estamos localizados en un ambiente sensorial, sino solamente racionalizado? Nuestro dinero está en los dígitos de los bancos, nuestro saber en la nube y nuestras vivencias en la realidad virtual.

En un mundo campesino hiper kinestésico, el conocimiento del mundo no puede hacer sentido más que a costa de la sensibilización que impone el cuerpo. Por eso, dice Gabriel Bourdin, el sujeto que conoce no puede presentarse únicamente como sujeto racional. La ciencia moderna cree que puede abarcarlo todo, en cambio, los nahuas, así como otros pueblos autóctonos de Mesoamérica, cuerpos territorializados, nos muestran que el universo es relativamente opaco y la humanidad no puede sino coexistir con saberes parciales, muchas veces divergentes, pero siempre en perpetua convivencia con el entorno.

 

Referencias:

 

1.        García Mendoza, A., Ordonñez, M. J., Briones-Salas, Miguel (2006) Biodiversidad de Oaxaca. México: Instituto de Biología, UNAM, Fondo Oaxqueño para la Conservación de la naturaleza, World Wild Fund

2.        Beaucage, P., Taller de Tradición Oral (2009) Corps, cosmos et environment chez les nahuas de la Sierra Norte de Puebla. Canada: Lux Éditeur

3.        Berlin, Brent. (1992). Ethnobiological Classification: Principles of Categorization of Plants and Animals in Traditional Societies. United Kingdom: Princeton Press University

4.        Berlin, B., D.E. Breedlove et P.H. Raven. (1973). “General Principles of classification and Nomenclature in folk biology”. American Anthropologist, vol. 75 num. 1.

5.        Bourdin, G. (2007). El cuerpo humano entre los mayas. México: Ediciones de la Universidad Autónoma de Yucatán

6.        Enríquez Andrade, H. M. (2010). El campo semántico de los olores en Totonaco. México: Instituto Nacional de Antropología e Historia

7.        Gentry, H. S. (1982). Agaves of Continental North America. Tucson: Univeristy of Arizona Press

8.        Linnaei, Caroli. (1753) Species Plantarum. Tomus I. Pg. 323. Impresis Laurentii Salvii. archive.org

9.        Morton, T. (2010) The Ecological Thought. Cambridge: Harvard University Press

10.  Thiede, J. (2016, November). Phylogenetic status of the genus Agave (Asparagaceae) according to APG III. In Third International Symposium on Agave, Guadalajara, Jalisco, Mexico (pp. 3-5).

11.  Viveiros de Castro, Eduardo, 1992 : « Cosmologie », in Pierre Bonte et Michel Izard (dir.), Dictionnaire de l’ethnologie et de l’anthropologie, Paris, Presses universitaires de France: 178-180.


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